domingo, 3 de noviembre de 2013

Imagine: El sol de Londres



Imagino que un día así es excepción en Londres. El sol no suele ser el principal motivo para sacar a las familias inglesas a la calle. A pesar de no ser novedad, el ambiente hoy parecía diferente; se olía la oportunidad. Los rayos de claridad de la mañana parecían anunciar la tormenta de la tarde; iba a ser dramática o reconfortante. Pero seguro que resultaría extraordinaria. Tengo tanto olfato como instinto para estas cosas. Sabía que hoy iba a pasar algo en Stamford Bridge.

A las siete de la tarde, aún disfrutaba uno de esa sensación tan mediterránea de gozar el frío del calor, de saborear el “fresquito” que el resto de europeos no llega ni a definir en sus diccionarios. A pesar de ello, decidí ponerme manga larga por resultarme cómoda y por aquello de que no me gusta destacar. Sin embargo, todos tenemos algo que nos hace diferentes, un sello en el juego que jamás debemos perder.

La vida y el destino hacen que, a veces, no recuerde esta premisa sobre el campo. Son muchos los condicionantes en el césped. Un mal día con tu familia, una pelota demasiado juguetona, un rival en racha…sin embargo, las sensaciones de hoy eran buenas. Apenas había tocado un par de balones y me veía rápido. Hacía mucho tiempo que no respiraba tan bien sobre el verde. Me sentía muy animal, llegaba al espacio antes de lo normal y mis zancadas de los primeros minutos llegaron incluso a impresionarme. A pesar de ello, me resistía a lanzarme a la euforia; preferí continuar con el plan del jefe, el de correr por cumplir aunque sin disfrutar. Seguía oliendo la chance.

Hasta que se presentó el momento. Sin avisar, como en los buenos tiempos. Y sin sufrir como en los malos. De repente, como si el sol siguiera brillando, mi regate, animado, se convirtió en una chispa incontrolable para la defensa. Mi velocidad punta pareció redoblarse ante el esfuerzo contrario. Y mi control…mi control me dio la mayor alegría del día. El balón parecía cosido a mi bota como el sudor a la piel hace pocos veranos. Sólo entonces, sólo con esa sensación tan maravillosa, me sentí superior. La primera gran carrera supuso el golpe inicial al contrario, no llevó mi nombre pero sí mi huella. El instinto me seguía dejando llamadas sin tono, aquellas que producen más ansia de respuesta.

Minuto 90. La confianza me llevó a presionar hasta la extenuación. La presión es esa carrera, más azarosa que científica, que muchos piensan que premia al esforzado. Lo cierto es que la suerte no existe; por lo general, la lotería de la presión le toca al que más juega, al más veloz. Recordándome noches gloriosas de junios pasados, evocándome sensaciones, ya casi inéditas, en aquel lado rojo de la vida, me abandoné a la carrera más esplendida. Y marqué. O el azar me marcó, si quieren verlo así. La tormenta había dictado sentencia. La victoria de nuestro lado y el orgullo en mi interior.

Horas después, me relajo al aire libre en una ciudad cuya respiración te acoge aún de madrugada. Algunos piensan que lo de hoy es consecuencia del trabajo, de la constancia y de la suerte. Que el tipo del banquillo, de vocación extirpador de depresiones de club, se ha propuesto (y ha conseguido) sacarme de la mía. Y que de aquí a final de temporada tendré alguna que otra tarde como esta. No se engañen.

Yo no pretendo destacar, pero soy diferente. Yo voy a hacer de lo extraordinario la normalidad. Porque hasta hace no mucho, así lo era. Porque esa es mi identidad. Yo soy el sol de Londres.


Artículo extraído del nºXIV de Lineker Magazine:


@joseportas


sábado, 2 de noviembre de 2013

El peor personaje de la historia





Cuentan la anécdota en los sumideros de la prensa española. En un momento relajado de la guerra de tensiones que supuso la estancia de José Mourinho en Madrid, el entrenador mantuvo un encuentro cordial con buena parte de la directiva madridista. En un instante determinado, uno de los grandes mandos del club le preguntó por qué no mostraba ante la opinión pública su cara más agradable, su perfil de Abel. El portugués resopló y respondió: “Porque ahí fuera, en este mundo del fútbol, son todos unos hijos de puta”. Situaciones y realidades aparte, la contundencia de la idea queda fuera de toda duda.

Tendemos a idealizar actitudes, a dibujar personajes en este cuadro que es el fútbol, que admite tantísimas tonalidades y que regala el entendimiento del juego sin contrastarlo en exámenes ni pedir nada a cambio. En cada club, la historia es diferente. Y aunque exista una muchedumbre de guiones por el mundo de este peculiar deporte, los caracteres se acaban repitiendo cuan ojos de malvado de película de Disney. Busquen un equipo de fútbol, revisen la alineación sobre el campo, lleguen al banquillo y escalen sin esfuerzo hasta el palco. Encontrarán un chulo, un corrupto, un chico de la casa (por lo general, de gesto inocente), un extranjero -que ya es de la casa-, un foráneo (al que llamamos así porque si fuera de la casa, sería ya un extranjero), un vividor, un profesional, un simpático, un inconstante, un cabraloca, un panadero –con ninguna pinta de futbolista-…ahora bien, ¿alguno de los que han recordado era el entrenador del equipo?

Siempre se remarca lo difícil que es ser entrenador de élite. No lo suficiente. No existe personalidad capaz de contentar a público desfogado, jugadores vedettes, directiva de corte inglés, presidente vanidoso y cuerpo técnico valiente sin sufrir una úlcera letal. Si además de todo eso, logra resultados, caerá derrocado por el aura de envidia y la etiqueta de inhumano que le generarán a su alrededor. “Demasiado bueno para ser verdad. Será un cabrón. O un obseso sin vida personal. O las dos cosas. Hay que alejarlo”. Imagínense en el banquillo de uno de los grandes de Europa y piensen en la actitud que tomarían, en el personaje que elegirían ser.

Un entrenador es, por definición, un tipo que renuncia a cosas. Muchos abandonaron, bien o mal, el césped y saben que seguramente allí quedó su mayor gloria; los de este estilo buscan más un compañero por lo que les queda de vida profesional que un amante que les aporte nuevas sensaciones. Además, el míster no puede permitirse el sentimiento y el desmán, el forofismo que suele sufrir a escasos metros de su banquillo. No es una regla que se cumpla siempre –de hecho, en la sala de prensa casi nunca-, pero a la hora de tomar decisiones es cuando deben olvidar sus simpatías. Sin querer ser presidentes, acaban renunciando a gastar más dinero en fichajes en pos de la salud del club, las cuotas de los socios y la gira veraniega por Dubai.

Hablamos pues de un tipo sacrificado que renuncia a los mejores papeles del estreno para ser el punching ball de la crítica. Ordena a un jugador lo que él querría hacer mientras recibe las almohadillas del aficionado que grita lo que a él le gustaría gritar y se prepara para firmar el finiquito del presidente al que le gustaría aniquilar. En el próximo número de LINEKER MAGAZINE podrán leer un artículo sobre los honorarios de varios de los entrenadores más conocidos del planeta. En este contexto futbolístico y económico de locura permanente, podríamos tender a pensar que ellos, los más cuerdos, merecen también su parte del pastel.


Editorial de Lineker Magazine nºXIV:
http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-no14/


@joseportas