martes, 16 de abril de 2013

Tratado de un pesimista




La palabra de hoy es mal. Y es que algo va mal. Puestos a repetirnos, el mal siempre ha estado ahí. Presenció, presencia y presenciará. “El mal está ahí fuera, acechando”, te decían de pequeño. Bueno, en realidad no con esas palabras, pero eso te daban a entender con la protección que ejercían sobre ti. En los ochenta, uno crecía con el mal como figura lejana; estaba, pero no lo veías, existía pero no lo notabas. La blancura de Disney y la, por entonces, agradecida deferencia con la inocencia infantil te hacían imaginártelo más que presenciarlo.

Los primeros pensamientos razonados visualizan el mal como un demonio ajeno, algo oscuro, una cualidad que no es de nadie y susurra hablando consigo mismo bajo un árbol y escondiéndose de los demás, como un indígena que escapa convencido de su extinción forzada y de su marginalidad. Pero al final, inevitablemente uno crece y empieza a toparse de bruces con él. En el bosque hay muchos defenestrados y pocos árboles tras los que esconderse. Y cuando dejas atrás la infancia, llega la curiosidad, el riesgo o el placer, que te venden como algo a evitar porque son malos, pero tú, como por entonces eres idiota, te confundes.

Tu cerebro lo modela en forma de brazos levantados o injusticias sociales, lo imagina durante clases de tono unánime, lo presencia en forma de metástasis acelerada. Entonces, empiezas a creer que el mal es un tipo de capa gelatinosa que recubre el mundo entero a imagen y semejanza de su némesis (no me queda claro que podamos llamarlo bien); son dos caras del mismo objeto, un par de versiones distintas, enfadadas entre sí, pero ambas pertenecientes a una realidad siempre ambigua.

Al fin y al cabo, vivimos en un mundo turbio lleno de paradojas y contradicciones, algunas curiosas y otras simplemente hirientes. Nos ha tocado presenciar y protagonizar la era de las comunicaciones y apenas hablamos. Estamos en la época de la información y no se informa. Hoy en día, tenemos la formación, educación y comprensión necesarias para avanzar todos en la dirección correcta. Sin embargo, las flechas de movimiento y mentalidad suelen enfrentarnos los unos a los otros. Reclamamos individualmente sensibilidad frente a sucesos desgraciados a través de impuestos de cifras. Te piden empatía a partir de un determinado número o nacionalidad de muertos y lo llaman justicia. Un mundo que establece y busca prioridades de sangre es un mundo enfermo.

Nos hemos embarcado en una carrera económica, elitista y sin sentido, con las manos llenas de necesidades y comodidades que vamos perdiendo como gotas de sudor sin diferenciar unas de otras y creemos tener la autoridad moral para denunciar que algunos se han quedado atrás en esa carrera y señalar a los culpables. Resultan ser los hijos de los fundadores de la competición cuyas reglas aceptamos la enorme mayoría. No dejamos de confundir practicidad con utilidad, avaricia con progreso, egocentrismo con desarrollo personal y trabajo con dedicación. Los inútiles destrabajan, los preparados desocupan. Este mundo lleva tiempo siendo un mundo de mierda porque ya nadie hace algo porque sí. Convertimos la queja en nuestro modo de vida y nos olvidamos de que nuestro discurso es nuestra tarjeta de presentación con todos aquellos que pasan un solo segundo en nuestra compañía. Se habla de lo profundo de la crisis económica y no de lo hondo que hay que excavar para llegar a vislumbrar los valores que nos hacen dignos y que la agresividad de nuestra sociedad ha enterrado gradualmente.

Celebramos lo más dantesco de nuestra condición. Alzamientos en guerras, cabezas cortadas, victorias de posesión…ya uno no sabe ni cuándo es fiesta ni el porqué de cada una. La personalidad humana ha llegado a tal umbral de miseria que convertimos la tristeza en nuestro motor de crecimiento e inspiración. Las mejores películas deben ser, por definición, dramáticas. Las críticas musicales más benevolentes se dirigen a aquellos que arrastran su sentimiento en letras embarradas que te hacen sentir como un pedazo de mierda. Duele ver cómo las imágenes destacadas de cada año se basan en el dolor en los países en guerra, en la proyección del sufrimiento familiar como foco de repartición de sentimientos. A todos nos debe parecer la mejor, la que más nos conmueve. Y poco a poco, lo extraordinario se convierte en normal.

Anoche una imagen me perturbó el sueño. Unas bombas provocaron el caos en Boston, una ciudad que siempre me ha gustado. Tiene alma, color y carácter. El foco de aquel suceso fue la llegada del maratón internacional. Uno, que sigue siendo el mismo ingenuo de los ochenta, continúa pensando en el deporte como la faceta más alejada de cualquier trazado bélico de nuestra vida. Dejando de lado los instintos competitivos de unos pocos locos que llegan a convertirlo en su profesión y los fanatismos estúpidos de aquellos incompletos, el deporte es bien.

Es superación sana y adicional, es conciliación y diversión, es el significado endémico de la palabra deportividad. La maratón se fundó como una alegoría de la superación humana y no ha perdido ni una pizca de peculiaridad en la época moderna. Se trata de una fiesta que acepta hombres, mujeres, niños, adultos, profesionales, aficionados, católicos, musulmanes, banqueros, desahuciados, etc. Y lo hace sin pedir identidad y exhibiendo alegría y colorido en un día colectivamente reconfortante, en una especie de celebración eurovisiva-deportiva pero de mucho mejor gusto.

Y de repente aparece el mal. Ayer en Boston y todos los días en otros muchos lugares. Y recuerdas que te escondían de él, que te hacían imaginártelo. Te alejaban de la parte podrida del mundo porque te decían que el mundo es injusto. Pero tú, ahora, enarbolas la bandera de la rendición. Con el nihilismo como principio y la hartura como mecha, dices basta. El mal gana, como en las pelis buenas. Y ya no tienes la sospecha, sino la certeza de que el mal no está ahí fuera, acechando. El mal está dentro. De todo y de todos. De ajeno no tiene nada. Y como buen tapado, revienta constantemente a los pobres bienintencionados. Dejemos en paz al mundo, que ofrece lugares y momentos maravillosos y no tiene la culpa de que una especie avariciosa, arrogante y profundamente contradictoria lo haya adulterado.

La imagen que ayer me peleaba el sueño era la de una niña de ocho años fallecida en el momento de la explosión en la meta de la carrera de Boston. La fotografía no era del día de ayer, sino de una carrera anterior, la típica que se incluye adjunta a la noticia de cientos de medios y que prefiero no reproducir aquí para no amargar el día o el café de nadie. Es tan fácil ver, oír o sentir lo que marcha mal en el día a día que apenas recuerda uno lo bueno que tenemos. Y esa cara comienza a desertar. Empieza a ser, ya es, algo ajeno, suplantada por la dura realidad, escondida detrás de un árbol junto a la ingenuidad del que sueña o la inocencia del que comienza a vivir. ¿El mundo es difícil? No, lo somos nosotros.


lunes, 15 de abril de 2013

Imagine: El mármol de Rooney




Imagino que en una noche de Champions League se intenta mantener la misma concentración, los mismos procedimientos, tan tribales como profesionalizados, algo paradójico. Y todo ello con la idea de normalizar la tensión, un absurdo como concepto y un peligro muscular y vascularmente si se acepta como realidad. Imagino que, en una noche así, todos estamos destemplados. En un vestuario, los nervios fluyen como los conatos de memorizar los deberes que tocará hacer sobre el césped, de aprenderse la lección. Y acaban siendo sólo intentos porque los futbolistas somos instinto y no razón. Incluso los más académicos conocen las respuestas sin tener que repasar el recuerdo. Las tripas les dicen cuando soltar el balón.

En un vestuario, los pechos y las manos chocan, como las miradas se unen fugazmente como gesto inequívoco de confianza. Se agradece esa seguridad en citas como éstas, en las que alguien afortunado como un futbolista puede llegar a sentir miedo. El miedo debería ser un fugitivo en esta profesión.

Me gustan los rituales. Me gusta hacer algo que me lleve a ser alguien. En los instantes previos a los grandes partidos, sólo hay un momento que me haga sentir la grandeza de lo que voy a vivir. Sólo uno. Me siento en el banco helado del vestuario local de Old Trafford, respiro y pienso en lo que vendrá después del partido. En la estrella del equipo contrario con la que intercambiaré mi camiseta, la cantidad de periodistas que me harán las típicas tópicas preguntas, los aficionados con los que me cruzaré a la salida del estadio y la expectación con la que me recibirá mi mujer en casa. Es el último momento de calidez

…que me permite el frío mármol del vestuario, el mismo que me recuerda lo eterno del club y del fútbol y lo efímero de mí mismo. Y ese tacto helado, esa sutil divergencia de texturas y colores entre mi pantalón y el impersonal mármol, es lo que me recuerda lo frío de este deporte. El fútbol es tan duro que el larguísimo y consistente camino que te lleva a la élite se convierte en el barranco más vertical en noches así. La recompensa es tan inabordable como el fracaso. Y eso es lo que me recuerda el mármol y su contagiosa refrigeración.

Entra el míster en el vestuario y da la alineación. Su gesto de nerviosismo se resume en la velocidad de centrifugado del chicle en su boca. Los que le conocemos bien, le calamos en segundos. Cuando llega a la delantera, no pronuncia mi nombre. Pero me mira. Supongo que es un gesto de esos que no deberían doler, pero lo hace. Imagino que busca mi confianza en esa decisión, pero me resulta imposible dársela. Imagino que ese es su ritual, ese es su momento de calidez emocional y es la última concesión que se da antes de su trabajo. No me queda más remedio que aumentar mi temperatura, meterme en el césped sin jugar y rezumar confianza. El mármol me recuerda que es noche de Champions League.


Artículo extraído del nº8 de Lineker Magazine: