lunes, 5 de noviembre de 2012

Imagine: Pickles




Pronunciaba Bob Dylan una frase tan cargada de razón como de argumentos atemporales. “Times are changing”. Por entonces lo escuchábamos mucho por aquí; cuando digo “aquí”, hablo de Barnet, un tranquilo municipio del norte de Londres. Es mi lugar de residencia desde que cumplí trece años, durante aquel inolvidable 1966. Como buen adolescente, solo me interesaba la banalidad de la vida. Pero aquella Inglaterra estaba cambiando, sí. Acabábamos de ceder las Rhodesias (no las perdimos) y veíamos como nuestros hermanos estadounidenses comenzaban a enfangarse en aquella tierra de arrozales llamada Vietnam. A mí me daba igual aquello; me bastaba con robarles los discos de Dylan y de Stevie Wonder (eso sí, a precio de importación) y con saber que nuestra música, orgullo nacional, comenzaba a ocupar parte del ritmo y del corazón norteamericano.

Ya por entonces, éramos una nación con las ideas claras y los gustos definidos. El inglés es un cuerpo con unos tatuajes visibles para el mundo entero, tan consciente de su poder como de las cicatrices que le limitan. No nos gusta perder el tiempo, excepto si hablamos de our business. Y ahí entra el fútbol; pasatiempo de ricachones, presunción de la calle y pegamento social. Estas palabras rondan mi mente ahora, en pleno siglo XXI, y no en el 66, cuando mis preocupaciones menos triviales eran elegir la pared contra la que imitar los lanzamientos de Charlton y buscar un pub en el que probar mi “primera” Newcastle Brown Ale. Porque los tiempos han cambiado, porque los tiempos siguen cambiando y yo ya tengo otra forma de ver la vida. Lo que pasó en julio de aquel año debía ocurrir y, tarde o temprano, nos iba a pasar. Lo de Pickles había sido un aviso. Algunos de ustedes lo recordarán. La Copa del Mundo se iba a celebrar en Inglaterra aquel año; la expectación era tan grande que la copa se exhibió en Westminster unos meses antes. Sí, alguien la robó. Y sí, un perro llamado Pickles la encontró varios días después, envuelta en papel de periódico en la zona sur de Londres. Quizá hubiera sido mejor si no lo hubiera hecho.

Aquella competición quedó en el recuerdo por las gestas de Eusebio, el Brasil de Pelé (moribundo por entonces y resucitado cuatro años más tarde), la Sudáfrica apartada por el apartheid (paradójico) y el ambiente antibritánico en los medios de comunicación internacionales, con continuas indirectas sobre un posible amaño de la Copa. No les faltaba razón. Hicimos aumentar la cuota de árbitros ingleses, le dimos más descanso a nuestra selección e incluso cambiamos durante la competición los estadios inicialmente previstos para Inglaterra con el fin de presionar a los rivales. Con eso y con el fútbol puro de Banks y los Charlton llegamos a la final ante el ogro alemán.


El partido fue uno de los más abiertos que se recuerdan en esta competición. Tensión, goles, remontadas…Wembley, Londres e Inglaterra vibraron con aquel choque, sabedores de su favoritismo y concienciados de que la suerte iría con ellos. 65 años llevaba Alemania sin ganar a Inglaterra. Aquella racha no iba a parar en el momento cumbre. Aquella tarde había conseguido colarme junto a mi amigo Ian en The Eagle, uno de los pubs más mencionados por nuestros hermanos mayores. Mis padres querían ver el partido en casa, pero mi sentimiento de equipo me pedía ver la final en una compañía que, al menos, igualara mi nervio. Así que convencí a Ian y marchamos hacia Farrington Road. La aglomeración en la calle resultaba tremenda. La grandeza del momento se respiraba en el ambiente y nadie quería perdérselo. Una vez dentro, subidos en una mesa de madera en una esquina del pub, el humo y la distancia al único aparato de televisión dificultaban la visión. Pero la final se notaba, se sentía. We were in.

Rozábamos el éxtasis cuando Inglaterra ganaba en el minuto 89. Fue entonces cuando el alemán y malnacido Weber igualó el partido. 2-2 y al extra-time. Una vez allí, sucedió lo conocido por todos. A los ciento quince minutos de final, una internada de Alan Ball por la derecha finalizaba en un centro a los pies de Hurst. El ex del West Ham se dio media vuelta y remató inefablemente contra el larguero. El balón botó en el césped y salió despedido. Hunt, el inglés más cercano a la portería, levantó los brazos…pero también lo hizo media defensa alemana. Parecía gol. Millones de ingleses saltaron de sus asientos para celebrar o reclamar; en The Eagle, el corazón de los asistentes se encogió a punto de hacerse pedazos, para bien o para mal. El árbitro suizo Dienst fue a consultar con su juez de línea, el ruso Bakharamov. La cámara sostuvo un plano eterno durante los segundos en los que Dienst corrió hacia la banda, un momento interminable para un país entero. Bakharamov se había comportado durante toda la final de un modo expresivo, enérgico, incluso agresivo en sus gestos; levantaba la bandera como si tuviera que guiar un Spitfire por plena pista de Heathrow. Con ese antecedente tan reciente, yo confiaba ciegamente en un último movimiento de flequillo del ruso. En esa seguridad en darle a Inglaterra la Copa del Mundo que tanto merecía y que tanto deseaba. Y entonces sucedió.


Bakharamov señaló córner. No dio gol. Dienst confió en su asistente y decretó que continuara el partido. Acababan de matar la ilusión de un país; y no de un país cualquiera. Ian y yo golpeamos con toda nuestra fuerza la vieja pared del pub. En The Eagle la gente asistía incrédula a lo que sucedía, entre indignados y frustrados. El sentimiento se volcó hacia los jugadores, así de empáticos hemos sido siempre los ingleses. El equipo se vino abajo y, en una contra, Emmerich puso el 2-3 y agarró la gloria para Alemania. El flequillo del ruso no quiso entregarnos aquello que llevábamos meses preparando y ansiando.

Cuarenta y seis años después, las reflexiones saltan sobre los sentimientos, menos frecuentes pero no por ello menos intensos. No hemos vuelto a estar en una final de la Copa del Mundo y no hay nada que queramos más que el retorno de esa copa a Inglaterra. Que vuelva a casa. Hasta entonces seguiremos apoyando desde nuestros pubs. A miss is as good as a mile es un proverbio inglés que significa: “De casi no se muere nadie”. La vejez me ha hecho ver que el destino es caprichoso; que cuanto menos buscas algo, antes lo encuentras. Times are changing. Y a veces simplemente puedes pararte a observar cómo sucede. Quizá debamos hacer caso y así tendremos nuestra copa. Como hizo Pickles, el más inglés de todos.




Artículo extraído de Lineker Magazine III:






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